de la ocupación chilena, no consideraron la variable de pertenencia indígena sino categorías
por nacionalidad, siendo las más visibles la chilena, boliviana y peruana (González Miranda,
2006). Por ejemplo, de acuerdo con el censo de 1878, realizado por Bolivia, aquel censo que
marca el inicio de la expansión del ciclo del salitre, en Tarapacá se registró 16.686 indígenas
de un total de 38.225 personas, es decir, un 43,7% frente a un 35,1 % de personas
autoidentificadas como “blancas” (González Miranda, 2006).
O por otro lado, personas de la población china denominada “culíes”, quienes en el
puerto desarrollaron trabajos en minería, comercio ambulante, carnicería, cocinería o
peluquería (Recabarren, 2002). De acuerdo con Young en Galaz-Mandakovic (2012),
“coolíes” fue una denominación peyorativa hacia inmigrantes chinos durante el siglo XIX
asociada a “asiático” o “mano de obra”.
Cabe señalar según Letelier y Castro (2019) que la trata de “culíes” se inició por el
contexto económico y sociopolítico de China vinculado al desfalco del opio e inflación
económica (1840), situación que provocaría la migración masiva de la población rural a las
ciudades y el aprovechamiento de ingleses, quienes les llevaron a otras tierras a través de
contratos engañosos y condiciones de trabajo infrahumanas.
Este grupo que logró sobrevivir en la ciudad-puerto, probablemente corrió mejor suerte
que el grupo mayoritario de esta población concentrada en las guaneras del Perú, donde se
les trajo bajo condiciones esclavizantes durante la segunda mitad del siglo XIX y que
posteriormente participaron como avanzada del ejército chileno en la Guerra del Pacífico
(Galaz-Mandakovic, 2012; Letelier y Castro, 2019; Segall, 1967) para luego en Tocopilla,
hacerse cargo de los trabajos más peligrosos, como el uso de dinamita para la construcción
del ferrocarril salitrero, inaugurado en 1890 (Galaz-Mandakovic, 2012).
Los colectivos previamente descritos, no fueron homogéneos y tampoco estuvieron
exentos de prácticas racistas y machistas, arraigadas en la estructura social y reproducidas en
algunos casos en el desprecio hacia lo indígena, afrodescendiente o chino por parte de las
élites burguesas, o por la misma población considerada chilena. Esta última erigida desde
una impronta de “vencedores”, fortalecida desde el desembarco de tropas chilenas y desde la
jerarquización que, por ejemplo, se hacía en el trato y salarios de acuerdo con nacionalidades.
Así la población obrera chilena ganaba más que la peruana y la peruana más que la
boliviana (Mercado, 2006) y el escaso número de mujeres que trabajó en la minería, aunque
sí las hubo, también recibía un sueldo menor, así como aquellas en trabajos obreros, además
percibidas como “mano de obra de reemplazo” al igual que la población infantil (Escobar,
2013).
Aquellas mujeres que realizaban oficios en la ciudad-puerto, debieron enfrentar el
patriarcado colonial (Cumes, 2014) ejercido por el empresariado-colono, y lastimosamente,
por aquel machismo ejercido en algunas ocasiones por sus pares obreros. Este habría sido