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V.18, nº 36 - 2020 (maio-ago) ISSN: 1808-799 X


BLOQUEO ESTADOCÉNTRICO: ABRIR LA HISTORIA PARA MULTIPLICAR ALTERNATIVAS1

Diego Castro Vilaboa2


Resumen

El artículo presenta una postura crítica a las estrategias de transformación política centradas en el Estado, comprendiendo la forma estatal a partir de su pretensión monopólica, cuyo objetivo central es inhibir y racionalizar los impulsos autodeterminativos y de insubordinación. Propone una invitación: producir un desplazamiento analítico hacia las experiencias autodeterminativas de los vencidos. Las estrategias estadocéntricas constituyen un bloqueo epistemológico y político en el cual se desvanecen repetidamente múltiples esfuerzos y energías intelectuales y políticas.

Palabras clave: estado centrismo; autodeterminación; mandatos populares


BLOQUEIO ESTADOCÊNTRICO: HISTÓRIA ABERTA PARA MULTIPLICAR ALTERNATIVA


Resumo

O artigo apresenta uma posição crítica às estratégias de transformação política centradas no Estado, compreendendo a forma do Estado a partir de sua reivindicação monopolista, cujo objetivo central é inibir e racionalizar impulsos autodeterminantes e insubordinados. Propõe um convite: produzir um deslocamento em direção às experiências autodeterminadas dos vencidos. Estratégias centradas no Estado constituem um bloqueio epistemológico e político no qual múltiplos esforços e energias intelectuais e políticas desaparecem repetidamente.

Palavras-chave: estado centrismo; autodeterminação; mandatos populares


STATE-CENTRIC BLOCKING. OPEN THE STORY TO MULTIPLY ALTERNATIVES


Abstract

The article presents a critical stance to the strategies of political transformation centered on the State, understanding the state form based on its monopolistic claim, whose central objective is to inhibit and rationalize self-determining and insubordination impulses. Place an invitation: produce an analytical shift towards the self-determining experiences of the vanquished. State-centric strategies constitute an epistemological and political blockade in which multiple efforts and intellectual and political energies repeatedly disappear.

Keywords: state centrism; self-determination; popular mandates



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  1. Artigo recebido em 08/04/2020. Primeira avaliação em 08/04/2020. Segunda avaliação em 13/04/2020. Aprovado em 15/04/2020. Publicado em 22/05/2020.DOI: https://doi.org/10.22409/tn.v18i36.41379

  2. Doctor en Sociología por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla - México y docente en la

    Universidad de la República de Uruguay. Investiga sobre luchas sociales y movimientos sociopolíticos en Uruguay y América Latina. Forma parte del colectivo Zur. E-mail: d.castro23@gmail.com, ORCID: 0000- 0002-4674- 3286.


    Introducción


    El argumento planteado en las siguientes páginas es fruto de uno de los hilos analíticos principales que se pueden encontrar en mi tesis doctoral3, finalizada en diciembre de 2019, y titulada “Autodeterminación y composición política en Uruguay. Una mirada a contrapelo de dos luchas pasadas que produjeron mandatos.” A partir de un conjunto de luchas (sindicales de la segunda mitad de la década del sesenta y contra la privatización del agua de comienzos de dos mil) y en diálogo con los desafíos del presente, sostengo la existencia de estrategias políticas que desafían las formas estadocéntricas, pero no por ello resignan la vocación de producir reequilibrios generales de fuerza a partir de asuntos concretos.

    Las experiencias estudiadas se distinguen de las cristalizaciones izquierdistas del siglo pasado que piensan al Estado como actor principal de los procesos de transformación social. A la vez que se distancian de posiciones antiestatales puras, desarmando el binarismo estadocentrismo – antiestatismo con el que se ha comprendido las estrategias políticas de transformación, sean revolucionarias o reformistas.

    Pensar en el Estado como la figura central de los procesos de transformación constituye un bloqueo epistemológico y político en el cual se desvanecen repetidamente múltiples esfuerzos y energías intelectuales y políticas, desde el pensamiento crítico y las izquierdas. Una camisa de fuerza (Rivera Cusicanqui, 2018) que constriñe toda insubordinación, donde el grito rebelde se torna prosa administrativa, donde el Estado se torna el único espacio de lo colectivo. Una ceguera que invisibiliza y depotencializa formas políticas otras.

    A partir de las experiencias uruguayas estudiadas, en diálogo constelativo con otras pasadas y presentes es posible afirmar que el problema no es la ausencia de prácticas, sino un ejercicio recurrente de producción de olvido de estas, asentado en su carácter disfuncional al progreso histórico: a la historia contada desde los vencedores (Benjamin, 2008), incluso al interior de los vencidos (Castro, 2019). La historia de los vencedores es la historia de la dominación, la larga cadena de derrotas. Hay en los



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  3. Realizada en el Seminario “Entramados Comunitarios y Formas de lo Político” del Posgrado en Sociología de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Asesorada por la Dra. Raquel Gutiérrez Aguilar.


    vencidos de las luchas pasadas claves para comprender el presente. El olvido de los vencidos es un encantamiento del dominio, producido al interior de los propios vencidos. Un olvido que produce orfandad (Sosa, 2019) desvalorizando -en este caso- las estrategias no estadocéntricas y dificultando la simbolización de un linaje existente pero invisibilizado, negado activamente (Tischler, 2013). Se obstaculiza así, el secreto compromiso de encuentro entre generaciones, ese que puede hacer estallar el continuum de dominación (Benjamin, 2008). Peinada a favor del pelo, la historia reciente de las luchas sociales languidece estadocéntrica, desde la experiencia de los vencidos se multiplican alternativa, emerge testaruda una potencia de lucha añeja, con la vida en el centro. Frente a ello, es necesario asumir una dificultad onda, presente en la forma de comprensión de algunos procesos políticos y sociales a partir del herramental analítico utilizado.

    Propongo desplazarnos de la centralidad del Estado para pensar las formas políticas y ubicarnos en los esfuerzos autodeterminativos que no niegan su existencia produciendo una acción política tendiente a colocarlo dónde más conviene, como parte del proceso autónomo de darse forma. Sacarlo del centro, colocarlo en otro lugar para hacernos espacio y tiempo propio. Para permitir ejercicios deliberativos y de decisión necesarios para definir qué es lo que queremos y establecer una estrategia que, tiene en las experiencias estudiadas, el rasgo principal de luchar para obligar a obedecer, producir mandato.

    El mandato requiere de producción de sentidos compartidos sobre los problemas, deseos y necesidades -saber qué queremos- y capacidades organizativas desplegadas que nos permitan alcanzarlos y sostenerlos. ¡Organizarnos para que pase lo que queremos!

    A lo anterior debe agregarse una dificultad más, el estadocentrismo es una lógica producida en las prácticas e instituciones estatales pero con capacidad de irradiación capilar a lo largo y ancho de la textura social, incluso con mucha potencia al interior de nuestros procesos organizativos autónomos y nuestra forma de pensar las experiencias políticas. Por ende, el desplazamiento propuesto no encontrará resultado positivo si se lo piensa como una “guerra” entre las buenas luchas y el mal Estado, una batalla contra una cosa exterior. Inspirado en las luchas feministas, la acción que sugiero es desarmar el


    estadocentrismo, partiendo de nosotros mismos, del que llevamos dentro, desde nuestras propias experiencias políticas autónomas. Sugiero repensar de esta manera la crítica al estadocentrismo interpelando al poder “como cosa que se toma o se posee”, a la política como guerra, a la relación con el Estado mediado por “demandas” y a las formas de “delegación” de la decisión política y su gestión, y a la representación “en ausencia del representado”.

    Comencé a sistematizar mi reflexión sobre estos asuntos a mediados de 2015, para ese momento los progresismos latinoamericanos ya habían desvanecido cualquier atisbo de posibilidad transformadora, la energía producida por las luchas en la impugnación neoliberal había sido consumida en la regulación burocrática del conflicto y la pretensión siempre estatal de amortiguarlo. Las luchas sociales de comienzo de siglo en Uruguay, como en todo el continente, estimularon la búsqueda de alternativas en torno a las estrategias políticas de transformación, las multiplicaron, pero rápidamente los años subsiguientes han colocado nuevamente en el centro de las aspiraciones de cambio la política de Estado. Las insubordinaciones y revueltas, de los primeros años del siglo, fueron dejando lugar a la estabilización, al tiempo de los gobiernos. Más recientemente, las dinámicas políticas están marcadas por claros procesos de derechización con o sin cambio de gobiernos. Las alternativas políticas, con algunos matices y variantes por países en América Latina, se encuentran cerradas entre opciones sistémicas: el liberalismo progresista o la recomposición neoliberal, en algunos casos acompañada de sentidos políticos fascistizantes.

    En estos tiempos producir y repensar caminos de emancipación, de transformación social se ha vuelto una tarea dificultosa y confusa. Pese a lo cual brotan pistas valiosas abiertas por el zapatismo, los feminismos, las luchas indígenas, el pueblo kurdo y otras experiencias pasadas y actuales. Es un tiempo de producción de desplazamientos: de las estrategias centralizadas y jerarquizadas a los confederalismos, de las vanguardias al autogobierno de los pueblos, de la homogenización a la celebración de la diferencia. Este tiempo está abierto, unos y otros caminos coexisten a partir de experiencias de lucha diversas.

    Es claro que los gobiernos progresistas no son la única causa de este fenómeno, pero no podemos ignorar su responsabilidad. Tampoco podemos obviar que el


    recentramiento en la política de Estado trajo aparejada la pérdida del protagonismo de los sujetos populares y sus luchas. Quiero escapar de la narración víctima – victimario para profundizar la comprensión de la relación entre política de Estado y luchas sociales. La crisis del progresismo es también la crisis de la izquierda toda, incluida la no progresista o radical. Si nos detenemos en quienes reactivaron las luchas en los últimos años; mujeres y tramas comunitarias que sostienen la vida frente al extractivismo, podremos comprender que la política dominante de la masculinidad de izquierda también se encuentra en crisis. Es una crisis de larga duración que toca los puntos neurálgicos de las cristalizaciones revolucionarias del siglo pasado: las estrategias políticas de transformación en dos pasos, tomar el poder del Estado para cambiar el mundo.

    Mi trabajo se encuentra estimulado de manera profunda por algunas de las novedades organizativas y sentidos disidentes que el movimiento feminista está colocando, fuertemente en el Río de la Plata, pero que tiene - con intensidades diferentes- resonancia planetaria. Para la tarea de repensar las estrategias de transformación en la actualidad las luchas feministas son una bocanada de aire fresco en una inmensa cueva donde el oxígeno escasea. Nos permite ver el hondo calado de nuestras dificultades y son fuente de inspiración para mirar estas desde otro lugar. Desde lo concreto, particular y necesario para sostener la vida.

    Para el desarrollo de mi argumento quisiera inicialmente presentar una modalidad comprensiva de la forma estatal que destaca su rasgo monopólico y por ende anti- autodeterminativo. Luego sitúo el momento y la modalidad en que la estrategia estadocéntrica se tornó dominante, produciendo el bloqueo político y epistemológico. Finalmente, a partir de las luchas estudiadas y los desafíos del presente, articulo una serie de reflexiones que entiendo son de utilidad para desarmar la situación y multiplicar las alternativas y caminos posibles de transformación.


    1. - La forma estatal y su carácter monopólico: anti-autodeterminativo


      El Estado se ha convertido en la forma política (Echeverría, 1998) dominante en las sociedades modernas, para lograrlo necesitó monopolizar la vida política. Hay múltiples modalidades de comprender al Estado como configuración política. Desde algunas perspectivas se lo concibe como un espacio neutro cuyo poder lo ejerce aquel que mejor libere la “guerra de posiciones” en su interior. Otras sugieren que el Estado es el gobierno de los intereses comunes y que por tanto tiene la autoridad legítima para desarrollar dicha tarea que supone control de territorios, gobierno de poblaciones, configuraciones culturales y sistemas legales. A esta perspectiva Luis Tapia (2010) la ha denomina “concepciones normativas” del Estado, oponiéndoles las “concepciones realistas” inspiradas fundamentalmente por Marx en el “Manifiesto comunista” como relación y estructura de dominación de clase y por Weber (2002) en “Economía y sociedad” como monopolio de la administración de lo público ejercido por un grupo de personas. Se traza de este modo una forma de comprensión del Estado a partir del ejercicio monopólico de la política y la autoridad, de la fuerza y de los medios de administración.

      Para Marx, sostiene Tapia, “el Estado es un tipo de relación social que se caracteriza por haber producido la concentración de la política en un conjunto de instituciones separadas que se presentan como representantes de lo general” (2010, p. 96). Es a partir de estas aportaciones que se comienza a establecerse más claramente la conexión entre concentración de los “medios de producción” y concentración de las prerrogativas políticas, como dos esferas que se presentan ilusoriamente separadas (política y economía) pero que en realidad no lo están. De aquí surge una de las falacias más comunes al referirse al Estado y al mercado como dos formas independientes y diferenciadas, de la política y la economía, y no como dos esferas articuladas de la amalgama de dominación capitalista (Gutiérrez et al., 2018). Esta escisión o separación pretende dotar de relativa autonomía a cada una de las esferas. La política tendiente al gobierno de lo social (lo público) y la economía a los procesos productivos (lo privado). Para Tapia (2010) el “Estado sería un tipo de estructura y relación política que corresponde a los territorios en que opera la ley del valor, esto es, el estado de


      separación, de concentración y también el de explotación y apropiación de plusvalor” (p.97).

      El monopolio del Estado actúa como una potente herramienta de racionalización de las masas, por medio de la regulación de las formas de hacer, los tiempos y los ritmos burocráticos. A esto Weber (2002) lo denomina la necesaria “dominación burocrática” de la sociedad, el Estado es una fuerza de “acción racional” que a impulso de procedimientos produce la aceptación del dominio. Ejercitar a las masas en su racionalización no es otra cosa que inhibir sus pulsiones autodeterminativas y rebeldes con el objetivo de volverlos administrables, gobernables.

      El propio Weber (2002) asegura que el desarrollo de los medios administrativos del Estado moderno se inicia a partir del momento en que comienza la expropiación del ejercicio del poder. Por tanto, es un elemento concomitante y constitutivo del ejercicio de delegación de la decisión política, que no es otra cosa que la modalidad que toma la mediación estatal separando a las personas de su capacidad de decidir sobre los asuntos colectivos. La delegación se presenta en la política de Estado como representación en ausencia del representado. A su vez, esta mediación no solo se circunscribe al momento de la decisión política sino que incide fuertemente también en los modos en que dichas decisiones se gestionan y administran. El monopolio del Estado es también administrativo y los tiempos y ritmos burocráticos buscan constreñir la pretensión popular por incidir en cómo se ejecutan las decisiones. Los recursos procedimentales para la constitución del monopolio administrativo del Estado son imprescindibles para la interiorización del dominio, su aceptación. Aunque este proceso nunca será pleno, siempre será desafiado.

      Es distinguible una conexión entre el pensamiento revolucionario dominante en el siglo XX, estadocéntrico, y la idea weberiana de dominación burocrática. Tischler (2013) da cuenta de un “empalme” entre ambas, en donde se actúa de manera decidida en la función de incluir a las masas en la trama de aceptación del dominio racional de Estado. Uno y otro ven al Estado como “fuente de racionalización y de construcción de sociedad (…) el estado finalmente es considerado como una estructura o maquinaria necesaria para la producción de lógica social” (Tischler, 2013, p. 84) Y los partidos, incluso los revolucionarios, cumplen la función de racionalizar a las masas, moldeando paulatinamente sus facetas rebeldes, ingobernables. La burocracia estatal y los partidos


      políticos cumplen una tarea similar y esencial para el sostenimiento del domino político del Estado: educar a la sociedad en el ejercicio de su racionalización, en la inhibición de su rebeldía, de su posibilidad de emerger de manera desencajada del dominio del Estado y la mercancía.

      Para que la legitimidad del Estado se imponga en un territorio determinado no debe haber otras formas de gobierno y autoridad paralelas que reclamen o quieran erosionar su monopolio político. La creación de los Estados nación, junto con la expansión del modo de producción capitalista, son dos elementos contemporáneos de un mismo fenómeno. Si el Estado organiza y gobierna el territorio en donde prima la ley del valor, existiendo un conjunto de instituciones y herramientas jurídicas y administrativas que lo garantizan, todo modo de existencia diferente debe ser destruido, económica y políticamente. Por consiguiente la coexistencia estable entre formas políticas diversas, estatales y no estatales se torna imposible.

      Esto es lo que sucedió intensamente para que la forma Estado y la forma y ley del valor se tornaran dominantes con pretensiones exclusivas (Tapia 2010) y es lo que se reactualiza continuamente para mantener su dominio. Del mismo modo, para que el modo de producción capitalista se torne dominante requiere destruir otros modos de producción, para que la forma política Estado predomine requiere la destrucción de otras formas políticas y sociales de organización. La imposición de monopolios político y de modos de producción es consustancial a la forma capitalista.

      Pero América Latina es un caso extremadamente rico en la persistencia de estructuras de autoridad y formas de autogobierno originarias que coexisten con el Estado moderno. En referencia al caso boliviano, Zavaleta (1986) se refirió ampliamente a este fenómeno, dando cuenta de superposiciones desarticuladas de modos de producción, concepciones de mundo, lenguas, culturas y estructuras de autoridad, a las que denominó “formas sociales abigarradas”.

      En estos territorios el Estado es “aparente”; pese a no tener el monopolio desconoce las otras formas, y las destruye cuando no puede integrarlas de manera subordinada. Se presenta como monopolio quebrado por formas de existencia otras, que cuentan con amplia legitimidad entre los pueblos que las ejercen. Si bien esta manera de concebir la coexistencia de formas políticas emerge de las experiencias donde lo


      comunitario-indígena se encuentra presente y reactualizado, puede ser de utilidad incluso en sociedades donde el monopolio estatal está aun más consolidado, como es el caso de Uruguay. Lo que interesa en estos casos son las prácticas, las formas, las experiencias de lucha, que interrogan a la forma estatal, que la agrietan, la resquebrajan o la desafían. Me refiero, a la luz de las luchas pasadas estudiadas, a formas no plenamente estadocéntricas o estatales de vida política, que para el caso de Uruguay están mayormente atravesadas por la clave proletaria y plebeya - ciudadana. La forma plebeya -ciudadana la comprendo como el mestizaje que combina la experiencia moderno-capitalista del sujeto ciudadano con la tradición plebeya, popular. Se presenta como una combinación en donde ninguno de los dos factores se fusiona en el otro, sino que se presentan de maneras entrelazadas y siempre inestables. En ocasiones como forma de lo popular plebeyo que habla el idioma de lo ciudadano para su interlocución con el Estado, ataviado en el recurso de la “sociedad civil”. Pero este no supone necesariamente dejar las pulsiones desafiantes a la institucionalidad formal “nadie es más que nadie”. Es una pragmática pero que no es inocua, también va afectando las formas políticas de lo plebeyo.

      En el marco de esta tendencia general de comprensión de la forma Estado, también es importante dar cuenta de las múltiples experiencias de lucha de los subalternos que la han afectado, deformado. En América Latina, las más de las veces inscribiendo derechos laborales o ciudadanos que por momentos permiten ubicar al Estado como el lugar de protector de los más débiles frente al avance voraz de la acumulación y la competencia entre privados. Momentos breves pero significativos en la historia de nuestros países, que resultan fundantes y garantizan algunos servicios básicos: a la salud, la educación, la vivienda y condiciones de trabajo, aunque sea de manera parcial o precaria.


    2. - Estadocentrismo


    La cultura occidental se asienta de manera reiterada en dualidades o estructuras binarias excluyentes que ordenan la comprensión de la vida social. Las configuraciones


    políticas no son la excepción y las variantes en torno a las estrategias de transformación con relación al Estado se presentan por medio del par: Estadocentrismo y antiestatismo. El siglo XX consagró un paradigma dominante en torno a los caminos para el cambio social. Este no sólo fue guía del accionar de las estrategias de los partidos revolucionarios y reformistas sino que se esparció como reguero de pólvora en casi todas las organizaciones sociales de los subalternos, fundamentalmente las obreras: “Cambiar el mundo por medio del Estado”. Centrar la acción política principal en la toma del poder estatal y constituir organizaciones para tales fines. Dicha estrategia contó con dos caminos principales, el reformista y el revolucionario: gradualista y electoral el primero, vertiginoso y radical el segundo. ¿Dónde se gestó este paradigma revolucionario en dos pasos (tomar el poder del Estado y cambiar el mundo), que produjo la conformación de organizaciones arregladas a tales fines y formas políticas variadas en espejo con el

    Estado?

    En la tradición europea, sugieren Arrighi et al. (1999), son las lecciones que el naciente movimiento obrero asume luego de las derrotas de 1848:


    “No sería fácil transformar el sistema y que la probabilidad de que levantamientos espontáneos llevaran a cabo tal transformación era realmente pequeña. Dos cosas aparecían claras. Los Estados se hallaban suficientemente burocratizados y correctamente organizados para funcionar como maquinarias eficaces de aplastar rebeliones (…) Por otro lado, los Estados podían ser controlados fácilmente por los estratos que detentaban el poder mediante una combinación de su fuerza económica, de su organización política y de su hegemonía cultural (…) Esta conclusión condujo a la formación por vez primera de movimientos antisistémicos burocráticamente organizados dotados de objetivos relativamente claros a medio plazo (…) Lo que 1848 produjo, por tanto, fue el giro de las fuerzas antisistémicas hacia una estrategia política fundamental: la de perseguir el objetivo intermedio de obtener el poder estatal (de un modo u otro), como hito indispensable para la transformación de la sociedad y del mundo. Con toda seguridad, muchos se opusieron a tal estrategia, pero fueron derrotados” (pp.84-85).


    Las posiciones en torno al Estado fueron motivo de divisiones al interior del movimiento de la Primera Internacional. Tanto anarquistas como marxistas compartían la idea de que comunismo era sinónimo de eliminación del Estado, sus diferencias se encontraban en las formas en que se realizaría. Mientras los anarquistas inspirados por Bakunin sugerían la destrucción en el propio acto de la revolución, los influenciados por


    Marx sostenían la necesidad de destruirlo en el largo proceso de lucha dentro de la sociedad y el propio Estado, lo que Lenin (2006) denominará posteriormente “proceso de extinción”.

    La concepción del marxismo clásico sobre el Estado suponía la existencia de un ente represivo al servicio de una clase social con el fin de hacer funcionar los engranajes del sistema (De Jesús, 2006). Como consecuencia de ello el objetivo de las clases oprimidas era conquistar y destruir el Estado burgués para sustituirlo por el Estado proletario, primeramente, para luego suprimirlo. Para ello se debería recorrer tres etapas sucesivas: dictadura del proletariado, socialismo y comunismo.

    “El proletariado utilizará su dominio político para arrebatar progresivamente todo el capital a la burguesía, para centralizar todos los instrumentos de producción en el Estado, esto es, en el proletariado organizado como clase dominante” (Marx & Engels, 2005, pp. 67-68)


    Es Lenin quien desarrolla con mayor detenimiento una teoría marxista del Estado. En “Estado y revolución” sugiere que las primeras funciones del Estado tras la revolución son: ser instrumento represivo que garantice la supervivencia del proyecto revolucionario; modificar la estructura económica, social y política y preparar la llegada del socialismo y del comunismo.

    “Nosotros no discrepamos en modo alguno de los anarquistas en cuanto al problema de la abolición del Estado, como meta final. Lo que afirmamos es que, para alcanzar esta meta, es necesario el empleo temporal de las armas, de los medios, de los métodos del poder del Estado contra los explotadores, como para destruir las clases es necesaria la dictadura temporal de la clase oprimida” (Lenin, 2006, p. 116)


    La revolución de 1917 será la constatación de que la estrategia de los dos pasos sí era posible. Otras experiencias parcial o totalmente confirmaban su validez; en América Latina es la Revolución cubana la que dota de potencia y legitimidad a dicha estrategia. Convirtiéndose en la gran fuente de inspiración revolucionaria desde la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad. Esta modalidad dominó el terreno de las luchas sociales y políticas, y pese a las resistencias no solo se presentó en aquellas directamente vinculadas a la toma del poder estatal. Fijado como objetivo principal la toma del poder estatal se desarrolló toda una cultura política (estadocéntrica), de espesura capilar, en la vida cotidiana de las organizaciones sociales y políticas.


    En la misma tradición europea, 1968 es el punto de inflexión que nos libera de la estrategia de los dos pasos. Pese a ello, los tiempos posteriores fueron de relativa orfandad (Arrighi et al. 1999), en los que periódicamente reemergieron los intentos por tomar el Estado para cambiar el mundo, o en sus peores versiones para gestionar lo existente, potenciando la acumulación de capital.

    En referencia al paradigma de la transformación en dos pasos, se experimentaron tanto las vertientes revolucionarias como las reformistas. En ambas, sugiere Holloway (2002), se puede inferir un incremento en la seguridad material y cierta disminución de la desigualdad, pero las experiencias comunistas colaboraron muy poco en favorecer el proceso de autodeterminación de sus sociedades, mientras que las socialdemócratas nunca tuvieron esa pretensión. El paralelismo con las experiencias progresistas latinoamericanas en crisis es fácil de realizar. Parece existir un potente mecanismo de repetición: la escasa predisposición al autogobierno y a la promoción de la autodeterminación social. Esto reinstala la distinción entre quienes toman las decisiones y quienes viven sus consecuencias. Cómo no sería esta la ecuación del camino estatista si precisamente ésa es su función: la separación entre representantes y representados, conformando organismos aislados del cuerpo social: burocracias, tecnocracias, representantes, sistemas de justicia externos a las comunidades de vida.

    En las experiencias que priorizaron la toma del poder estatal, subyace una visión instrumental sobre la naturaleza capitalista del Estado. Un instrumento que puede ser poseído y manipulado por una clase o por otra, y a consecuencia de ello cambia su carácter. El problema reiterado, demostrado en las experiencias concretas, es la dificultad de que el poder estatal funcione en beneficio de las clases subalternas.

    “El error de los movimientos marxistas revolucionarios no ha sido negar la naturaleza capitalista del Estado, sino comprender de manera equivocada el grado de integración del Estado en la red de relaciones sociales capitalistas” (Holloway, 2002, p.31).

    Por ello, Holloway sostendrá que el paradigma estatal rápidamente se convirtió de ser portador de esperanzas en verdugo de estas a medida que el siglo fue avanzando. Solo para dar un ejemplo, los hechos contrastan con las intenciones leninistas planteadas en la idea de “proceso de extinción”; durante la revolución soviética en cuatro


    oportunidades se cambió la Constitución, cada una de ellas supuso el aumento de la presencia estatal. En la reforma constitucional del 18 la disputa entre el predominio del poder de los sóviets o de los niveles superiores de la estructura soviética fue saldada a favor de estos últimos por medio del principio de “centralismo democrático” en donde el ejercicio del poder máximo correspondía al Congreso de los Soviet de Rusia y a su Comité Ejecutivo Central. En la constitución del 1924 pese a la diversidad de conformaciones políticas: repúblicas federadas, repúblicas y regiones autónomas, se opta por extender los órganos de la República Federada de Rusia al resto, avanzando en el proceso de centralización creándose el Presídium del Comité Ejecutivo Central y por encima de este su presidente que en lo concreto fungía en las funciones de jefe de Estado. Luego de la muerte de Lenin en 1924 la lucha por el poder entre Trotsky y Stalin de ninguna manera supuso una vuelta a la teoría leninista de la extinción del Estado. Más aun, con la supremacía de las tesis de Stalin en torno al socialismo en un solo país se reforzó la idea de la necesidad de que la Unión Soviética se constituyera en una potencia mundial, por medio de un Estado fuerte con la consiguiente planificación centralizada de la economía y la intensificación industrial.

    El nuevo texto constitucional de 1936 es producto de este proceso, entre sus cambios más destacados -además de los nombrados anteriormente- se incluye el reconocimiento del Partido Comunista como guía del Estado, lo que supuso la legalización del régimen de partido único, situación en la practica presente desde 1921. También la fusión del Congreso de los Sóviets y del Comité Ejecutivo Central en un nuevo órgano: el Soviet Supremo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La siguiente transformación constitucional data de 1977, no modifica sustancialmente la estructura estatal y se hace referencia al objetivo de autodisolución del Estado soviético. A pesar de ello en su artículo sexto se establece que el Partido Comunista será “la fuerza dirigente y orientadora de la sociedad soviética y el núcleo de su sistema político y de las organizaciones estatales y sociales” (De Jesús, 2006).

    A su vez, una de las consecuencias negativas más comunes de las opciones estadocéntricas es la instrumentalización y la jerarquización de las luchas, producto del ordenamiento de la energía social a fin de tomar el poder estatal. Instrumentalización, porque las luchas que están conectadas a un objetivo diferente se tornan prescindibles.


    Esto va construyendo una ingeniería donde hay luchas más importantes que otras, de acuerdo con el objetivo fijado, lo que empobrece la riqueza desplegada por el carácter variopinto del antagonismo social. Y ésta se naturaliza en la experiencia de lucha, tornándola impotente para la conexión con otras que presenten una racionalidad diferente a la planteada. Ejemplo de ello, son las dificultades de articulación entre las luchas sindicales y obreras con las feministas, en sus vertientes más filosas.

    Nada impide, y la experiencia así lo demuestra, que las luchas centradas en la toma del poder estatal puedan afectar algunos de los mecanismos de la amalgama de dominación capitalista. Por consiguiente trasladar beneficios materiales, culturales y políticos para los sectores subalternos. No obstante, la racionalidad que supone la estrategia de transformación estadocéntrica, en tanto forma política monopólica de anti- autodeterminación social presupone la derrota de este objetivo antes del comienzo. Sin autonomía la iniciativa popular queda asfixiada. El camino recorrido por la experiencia soviética va en este sentido: de los sóviets a la estatización de la política, de la gestión directa de los productores a la nacionalización y la estatización de la economía, por ende, una vez más, separación entre productores y medios de existencia (De Angelis, 2012).


    III- Crítica al estadocentrismo: abrir la historia, multiplicar alternativas desde los vencidos


    La historia la escriben los vencedores y olvida a los derrotados, pero en los últimos reside una fuerza que es necesario activar para interrumpir el continuum de dominación, la chispa de la esperanza se enciende en el pasado. En estos años he buceado en la profundidad de esta afirmación benjaminiana, a partir del estudio de dos luchas sociales pasadas en Uruguay. Peinada a contrapelo la historia de estas luchas da cuenta de un ejercicio reiterado por producir mandatos populares con el objetivo de resquebrajar el monopolio político del Estado, obligando a obedecer. Esfuerzos colectivos de autodeterminación que, por medio de composiciones políticas tensas y complejas, articulan sujetos heterogéneos a partir de problemáticas concretas y particulares.

    El rasgo político recurrentemente olvidado por la historia es el de la autodeterminación de la vida desde procesos organizados colectivamente. Se niega y se


    olvida por su carácter disfuncional con las narrativas del progreso histórico. El Estado en tanto forma política dominante es anti-autodeterminativa, su función es producir la separación entre las personas y sus capacidades políticas, y constituir una mediación que delega en espacios separados del cuerpo social las decisiones y su gestión. Mientras ésta sea la forma dominante, el continuum de dominación, las estrategias autodeterminativas siempre estarán negadas y olvidadas en las narrativas históricas oficiales. Pues su condición es de estar desencajadas del historicismo enamorado del dominio y el culto a la eficacia de la victoria.

    Instalada la mediación estatal como dominante quienes la desafían vivencian orfandad, en tanto, desajuste de sus anhelos con la “realidad política”. Pero esa orfandad no es producto de la ausencia de antepasados, sino de una acción que la produce, se niega aquello que no puede ser integrado en el discurso de los vencedores. Preguntarse por los vencidos activa el secreto compromiso de encuentro entre generaciones, permite simbolizar y valorar un linaje existente que aporta poderosas herramientas para el despliegue renovado de estrategias de transformación, dentro de la sociedad y fuera del Estado.

    La pulsión autodeterminativa de las luchas sociales pasadas es posible de ser identificada porque su estudio es realizado desde el lugar de los vencidos. Desde allí emergen renovadas formas de comprender las estrategias de transformación a partir de caminos truncados, por derrotas momentáneas y olvidos persistentes. Peinada a contra pelo, atendiendo a los hilos autodeterminativos, un linaje no estadocéntrico emerge súbitamente.

    El ejercicio realizado no tiene por objeto reescribir la historia de las luchas sociales a partir de nuevas verdades, sino que procura colaborar con abrir la historia, presentándola emancipada de la síntesis, para así multiplicar alternativas en el presente. La forma política Estado tiene como característica principal su pretensión monopólica, por la cual actúa de manera excluyente con el objetivo de ser fuerza dominante y homogeneizadora. Dicho monopolio no se afinca solamente en el momento de la decisión política. En la modalidad en que gestiona las decisiones vuelve a desplegar su pretensión monopólica y excluyente, tornando prosa administrativa al grito rebelde que fue capaz de erosionar el monopolio de la decisión política. Un amplio ejercicio por


    racionalizar el movimiento de insubordinación. A partir de variados mecanismos visualizados en las luchas estudiadas el Estado intenta remonopolizar por vía administrativa lo que el mandato había desmonopolizado en la decisión política.

    A partir de las constelaciones trazadas con las experiencias revolucionarias del siglo XX, es posible identificar una concordancia entre sus cristalizaciones y la cosmovisión liberal en torno a la comprensión del Estado. Ambas lo conciben como mecanismos para racionalizar las sociedades, inhibiendo las pulsiones autodeterminativas, las rebeldías e insubordinaciones.

    El Estado se vincula a las personas de manera abstracta, ya que no se asienta en ninguna comunidad concreta, busca homogeneizar e individualizar ciudadanamente con el objetivo de volverlos administrables y gobernables. La forma Estado subordina lo concreto a lo abstracto, a partir de un conjunto de categorías que organizan de manera fragmentaria a las personas y que tiene el objetivo de erosionar y destruir las comunidades políticas concretas. La racionalidad de la forma estatal se asemeja a la de la mercancía, por ello el poder es comprendido como una cosa que se toma, se posee.

    Tanto en las luchas contra la privatización del agua, como en las sindicales de los sesenta es posible identificar una forma de concebir la lucha social en donde los esfuerzos se colocan en la producción y sostenimiento de mandatos. En el caso de las luchas sindicales, el mandato supuso una compleja composición de sujetos heterogéneos (estudiantes, obreros, profesionales, pequeños comerciantes, amas de casa, jubilados, cooperativistas, intelectuales y artistas, colectivos barriales y populares, de la capital y el interior) que se reunen en el Congreso del Pueblo (1965) definen un conjunto de iniciativas para dar respuesta a la crisis económica y política, establecen un plan de luchas escalonadas para conquistarlo y mecanismos permanentes para darle seguimiento. La historia sindical oficial olvida el plan de luchas y los mecanismos permanentes y recuerda las iniciativas que son plausibles de impulsar desde el horizonte estatal de la época (nacionalización de la banca y el comercio exterior, reforma agraria). Las que serán incorporadas en el programa del naciente Frente Amplio para las elecciones de 1971.El mandato del agua implicó el impulso de una consulta popular en 2004 que logra el respaldo suficiente para reformar la constitución estableciendo el agua como derecho humano y estableciendo como prioridad el uso para consumo humano,


    inhibiendo los intentos privatizadores. El plebiscito logró desmonopilizar la decisión política sobre el uso del agua, pero la experiencia demuestra como por vía administrativa, en la reglamentación e implementación de la reforma el Estado logra remonopolizar la decisión produciendo acciones que son contrarias a lo resulto en la consulta, se prioriza al agua como recurso productivo. El resultado, todas las cuencas se encuentran con niveles de contaminación elevados como consecuencia del modo de producción sojero- celulósico.

    La política de producción de mandatos contiene una doble dinámica. Por un lado, la producción del mandato, una decisión política meticulosa sobre un asunto o un conjunto de asuntos siempre específicos, ubicuos y concretos y una forma de lucha para obligar a quienes gobiernan a obedecer procurando provocar un reequilibrio de fuerzas vinculadas a tales asuntos. Por otro, la creación de mecanismos para sostener el mandato, en ambas experiencias estos se proyectan como instituciones populares, aunque su funcionamiento es frágil e intermitente. El ejercicio de producir mandatos populares supone la comprensión de la relación entre luchas sociales y Estado de manera no subordinada ni integrada, donde las primeras impulsadas por el despliegue de su potencia alteran la relación de mando – obediencia, por medio de una acción que procura obligar a obedecer. Los mandatos pueden ser comprendidos como una versión de la política del mandar – obedeciendo zapatista: donde el pueblo manda, el gobierno obedece. En esta oportunidad en sociedades donde la separación entre pueblos y gobiernos se encuentra mediada por el Estado. Frente a lo cual se hace necesario provocar una acción deliberada para obligar al gobierno a obedecer la decisión política: hacer para que se haga. Estas estrategias renuevan las alternativas en torno a la relación entre lucha social y política, que mayormente las presentan como esferas autónomas sin capacidad de afectación o de manera subordinada donde la lucha social cumple la función de desgaste que será finalizada en el terreno de lo político institucional, derivando hacia allí toda la resolución del conflicto y el antagonismo.

    Las luchas tienen la capacidad de producir mandatos con el objetivo desordenar y reequilibrar fuerzas en la sociedad frente a un tema determinado y concreto, siempre que logren ser fuerza en sí: tengan condición de autodeterminarse como parte. El desplazamiento principal supone luchar para nosotros, en tanto carácter autoafirmativo


    de la acción, donde las diferencias entre partes pueden componerse de manera no jerárquica, desplazando las formas comprensivas que piensan la acción política como guerra, como forma de imponer nuestra voluntad a un adversario. Las luchas sociales estudiadas no se guían por la lógica binaria de la guerra y sin embargo no renuncian al antagonismo, lo afrontan a partir de su carácter concreto vinculado a las problemáticas específicas que abordan.

    Son luchas combativas y decisivas, procuran de manera articulada escalar niveles de conflictividad, pero a diferencia de las luchas inspiradas en la dinámica de la toma del poder y la guerra, no anhelan “la batalla definitiva”. Colocan en el centro las capacidades de quienes luchan para darse forma de manera autónoma (nosotros concreto) y producir desajustes y reequilibrios de fuerza en los asuntos específicos de las luchas que emprenden, por ejemplo mediante la producción de mandatos.

    La capacidad para producir reequilibrios de fuerza en la sociedad - desde las luchas estudiadas - está directamente vinculada al ejercicio de articulación de composiciones políticas de sujetos heterogéneos. Para ellos es tan necesario comprender cuáles son los intereses comunes como las diferencias existentes, mantener ambos en tensión sin subordinación de uno sobre otro es la condición necesaria. Los procesos de deliberación y acción conjunta permiten dar cuenta de los intereses comunes y las singularidades que eran necesario atender, una composición de diferentes Aquellas dinámicas que no presta atención a las configuraciones particulares tiende a la fusión de las partes, que la mayoría de las veces es subordinación de la más fuerte sobre el resto. Las formas políticas unitarias opacan la comprensión de cuál es “el uno” que ordena y jerarquiza, de la misma manera que las dinámicas igualitarias, colocan la existencia de “uno paradigmático” sobre el cual se produce el ejercicio de igualación. La existencia de formas plurales requiere de esfuerzos por componerse sin fusionarse.

    Las composiciones políticas de estas formas plurales no suponen el cambio de estado propio de cada parte, sino su articulación momentánea a partir de un asunto específico. De este modo, las partes y sus cualidades singulares no se fusionan, nunca desaparecen. El principio de no exclusión es el que ordena la composición. En ella la diferencia se celebra y se lucha contra su jerarquización, desalentando la dinámica de la guerra al interior de las luchas sociales.


    La relación entre luchas sociales y Estado, contrariamente a lo pregonado desde las narrativas de la “participación de la sociedad civil” no se presenta como una articulación virtuosa, sino como un intento reiterado de deformación tortuosa de una sobre otra. A partir de este desplazamiento es posible identificar rasgos autodeterminativos en diferentes formas estatales, así como la existencia en las luchas populares de dinámicas que se gestan en la racionalidad de la forma estatal.

    Los mandatos se producen y se sostienen, su producción requiere de una decisión política sobre un asunto concreto y su sostenimiento supone la constitución de instituciones populares específicas para tales fines. Si damos cuenta de su carácter proyectivo, la vocación de los mandatos es socavar el monopolio político del Estado, colocando instituciones capaces de hacerse cargo de algunas funciones sociales que éste concentra.

    En el sostenimiento de estos mecanismos e instituciones es donde se encuentran las mayores dificultades, un elemento que se torna imprescindible repensar a la luz de las experiencias estudiadas es cómo se sostiene materialmente la vida de quienes participan de dicha espacios, siendo mayormente trabajadores y trabajadoras que destinan sus tiempos y energías al trabajo asalariado y al reproductivo. Todo proceso de insubordinación requiere de una materialidad que lo sostenga.

    Darse forma, autodeterminar meticulosamente la parte produciendo mandatos a partir de problemáticas concretas, con el objetivo de obligar a obedecer, por medio de composiciones políticas de sujetos heterogéneos. Estos son los rasgos distintivos, de un conjunto de estrategias políticas no estadocéntricas con vocación de reequilibrio general, que emergen de las luchas sociales estudiadas. A partir de las cuales pretendo aportar alternativas renovadas a las reiteradas dificultades de continuidad entre autodeterminación y revolución. Alimentando estrategias no centralizadas ni jerarquizadas, sin síntesis homogeneizantes ni falsamente unificadoras de transformación social. Una idea benjaminiana de revolución, emancipada de la síntesis y la fe en el progreso, asentada en el doble movimiento de producir formas de autogobierno colectivo que nos permitan permanecer ingobernables para el capital.


    A modo de conclusión


    Finalizo este texto en tiempos de coronavirus4, tengo una sensación contradictoria. A la vez que se vuelve más y más evidente la oposición entre acumulación capitalista y cuidado de la vida, las formas políticas de gestión de la crisis están reforzando dinámicas expropiatorias de la capacidad de decidir y acentuando fuertemente mecanismos de control y regulación milimétrica de la vida cotidiana. Algunos Estados lo hacen en nombre de la “sociedad”, otros de las “personas”, “el pueblo”, o los “vulnerables”, en definitiva todos comparten el rasgo común de monopolizar aún más la decisión política sobre un asunto que bióticamente nos afecta a todos y todas, y que por ende nos incumbe. En este contexto, los aportes que les he presentado tienen la intención de evidenciar la racionalidad expropiatoria y monopólica de la forma estatal, a la vez de dar cuenta de una renovada modalidad de vínculo entre luchas sociales y Estado signada por la producción de mandatos, abierto de manera reiterada y testaruda en tiempos pasados y presentes.

    Tengo la pretensión de que este enfoque colabore, modestamente, con repensar nuestras estrategias políticas y nos permitan relanzar formas renovadas de autodeterminación social en el nuevo contexto. Reapropiar medios de existencia para poner la vida en el centro requiere, necesariamente, producir sentidos y formas organizativas para su gestión colectiva. El bloqueo estadocéntrico en tiempos de coronavirus puede ser igual de letal, para el cuidado de la vida, que el virus.


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  4. Día 14 desde el primer caso en Uruguay (29/03/2020).


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