V.19, nº 38, 2021 (jan-abr) ISSN: 1808-799X
Amaia Pérez Orozco3
A ideia do conflito capital-vida é uma contribuição fundamental do feminismo para entender a toxicidade do sistema hegemônico que tende a se impor globalmente, como constitutivo do projeto modernizador que se desdobra há pelo menos quinhentos anos, um sistema econômico que destrói outras formas anteriores de economia, um sistema contra o qual tentamos implantar outras formas econômicas, em resistência, subversivas. Neste artigo exploramos a caracterização que a economia feminista faz desse conflito, enfatizamos seu apoio em dimensões econômicas invisíveis e discutimos brevemente a forma como ele se reconfigura hoje.
La idea del conflicto capital-vida es un aporte fundamental de los feminismos para comprender la toxicidad del sistema hegemónico que tiende a imponerse globalmente, como constitutivo del proyecto modernizador que lleva cuando menos quinientos años desplegándose, un sistema económico que destruye otras formas de economía previas, un sistema frente al cual intentamos desplegar formas económicas otras, en resistencia, subversivas. En este artículo exploramos la caracterización que realiza de este conflicto la economía feminista, enfatizamos su sostenimiento sobre dimensiones económicas invisibilizadas y discutimos brevemente la manera en que se reconfigura en la actualidad. Palabra-chave: conflicto capital-vida; sostenibilidad de la vida; economía feminista; malos-cuidados
The notion of the capital-life conflict is a critical feminist contribution. It helps us to clarify the toxic character of the hegemonic system, which is being imposed at a global level and which is grounded in the 500 years old Modernizing project. This system tends to destroy other forms of economic organization that may pre-exist. It is against it that other counter-hegemonic, rebel economic networks are trying to be deployed. This text explores the characterization of the conflict provided by feminist economics; emphasizes the invisible dimensions of the economic system that sustains such a system; and briefly discusses the way in which the conflict is being reconfigured.
1 Artigo recebido em 14/09/2020. Primeira avaliação em 20/10/20. Segunda avaliação em 21/10/2020. Aprovado em 17/11/2020. Publicado em 25/02/2021. DOI: https://doi.org/10.22409/tn.v19i38 45907.
2 Una versión de este artículo fue publicada en DOBRÉE, P. y QUIROGA DIAZ, N. Luchas y alternativas para una economía feminista emancipatoria. Asunción: Centro de Documentación y Estudios / Articulación Feminista Marcosur, 2019.
3 Amaia Pérez Orozco, doctora en economía pela Universidade Complutense de Madrid. “Colectiva XXK. Feminismos, pensamiento y acción”. E-mail: amaia@colectivaxxk.net.
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9605-7559
Una manera de narrar la genealogía de este concepto (que no pretende plantearse como la verdadera, sino como una de las lecturas posibles) comienza por recuperar la crítica marxista al capitalismo como un sistema basado en la desigualdad y el conflicto. Desde ahí, hablaríamos del conflicto entre el capital y el trabajo asalariado (en sentido amplio) que surge cuando los medios de reproducción de la vida son expropiados y puestos en manos particulares bajo la figura de la propiedad privada, convirtiéndose en medios de producción de capital y convirtiéndonos en esclavas y esclavos del salario. Esta producción se da en el marco de una relación de fuerzas en la que el capital se apropia del valor generado por el trabajo (la plusvalía). Posteriormente, este conflicto se redefine por una doble vía: desde el ecologismo y desde el feminismo. Desde el ecologismo se afirma que, en el capitalismo, la naturaleza se entiende como un recurso puesto al servicio del proceso de crecimiento económico, sin valor ni sentido en sí misma. La producción de bienes y servicios de mercado es un proceso que utiliza energía para extraer y transformar los materiales que están en el planeta, emitiendo a su vez energía degradada y generando residuos. Este es un proceso sin fin, cada vez más acelerado, que lleva a ejercer una presión creciente sobre los límites del planeta. El capitalismo (particularmente desde la revolución industrial) se ha basado en la energía abundante y barata y ha tenido unas tasas de uso de energía y materiales y de generación de basura tales que nos han llevado a una situación de translimitación (indisolublemente ligada a una profunda desigualdad global, a los modos de vida y producción de las zonas de acumulación del planeta). La ganancia siempre se ha hecho en base a la depredación ecosistémica y, ahora más que nunca, siendo el (neo)extractivismo una
4 Este texto surgió en el marco del Seminario Internacional “Luchas y alternativas para una economía feminista emancipatoria”, celebrado los días 28 y 29 de noviembre de 2017 en Asunción, Paraguay. Es fundamental señalar que este texto está escrito desde el Norte global; rezuma norcentrismo en mucha mayor medida de lo que querría. A pesar de ello, el deseo es abrir diálogo con perspectivas feministas de otras latitudes del mundo, aprender de ellas y, ojalá, descentrarse cuando menos un poco (por eso mismo se encuadra dentro de las actividades del grupo de trabajo de CLACSO sobre Economía Feminista Emancipatoria, un espacio privilegiado de aprendizaje para quienes venimos de fuera de Abya Yala). Se utilizan en ocasiones conceptos (como el de buen vivir) que surgen desde cosmovisiones muy distintas a las eurocéntricas. No se hace con espíritu de apropiación, sino de dejarse contagiar. Porque necesitamos otras palabras para nombrar otros mundos que, hoy en día y en el centro de esta cosa escandalosa, nos resultan lamentablemente inimaginables. Es desde ahí que se ha escrito este texto, por si es útil para construir juntas, asumiendo cada quien las responsabilidades asimétricas que nos corresponden en función de nuestro posicionamiento en este complejo y desigual sistema-mundo.
clara materialización de este conflicto. El capitalismo está en conflicto estructural con la vida del planeta, es inherentemente ecocida.
La otra perspectiva que contribuye a redefinir el conflicto de base en el sistema es el feminismo y, particularmente, el feminismo del Sur global. Desde el feminismo se afirma que el conflicto del capital con el trabajo no se reduce al trabajo asalariado, sino que abarca todos los trabajos. El negocio se hace explotando los trabajos invisibilizados, históricamente en manos de las mujeres, aquellos que ni siquiera son reconocidos como trabajo. Más aún, lo que se explota es el tiempo, las energías, las emociones, los cuerpos y, en un sentido amplio, la vida misma. Esto se vio con claridad hace unas décadas a través de la crítica a los programas de ajuste estructural y de la resistencia a la firma de tratados de libre comercio. Se vio que lo que estaba en juego no era, por ejemplo, una determinada industria que quedaba desprotegida frente a la inversión extranjera directa. Lo que se arriesgaba era la vida entera (humana y no humana) porque era esta la que se mercantilizaba. Se comprendieron los caminos por los que discurría este ataque a los procesos vitales: la necesidad cada vez mayor de ingresos (por la expropiación de los medios de reproducción de la vida como la tierra, la privatización de servicios públicos, el encarecimiento de bienes básicos y el fomento de modos de vida consumistas) se daba al tiempo que se reducían las posibilidades de acceso a ingresos estables y se producía una fuerte precarización laboral. La vida quedaba cercada. El trabajo no remunerado se intensificó para suplir esas carencias a la par que se generalizaron nuevos malos vivires y se desbocó la desigualdad. Lo que estaba en riesgo era el hecho mismo de vivir.
Por esa triple vía (marxista, ecologista y feminista) llegamos a definir esta contradicción estructural e irresoluble entre el proceso de acumulación de capital y los procesos de sostenibilidad de la vida. La valorización del capital se da a costa del expolio y despojo de la vida humana y no humana. Es un conflicto definitorio del sistema socioeconómico hegemónico, que es capitalista, pero es también heteropatriarcal, colonialista y medioambientalmente destructor. Llamamos esa cosa escandalosa a este sistema biocida, que se va imponiendo globalmente.
El conflicto capital-vida es un conflicto de carácter (neo)colonial, que se despliega en un mundo dividido entre zonas de acumulación (Norte global, los centros) y zonas de despojo (Sur global, las periferias). Es definitorio de un modelo socioeconómico que se despliega sobre todos los territorios destruyendo formas de economía otras, a las que menosprecia como economías de subsistencia, aquellas que simplemente reproducen las condiciones de vida sin colmar esa aspiración de progreso, desarrollo y crecimiento constante, infinito; sin anhelar ir a más, entendiendo que más es mayor riqueza monetaria (de un dinero capitalista que no es un medio de intercambio, sino de acumulación a costa del despojo).
Y es un conflicto de carácter heteropatriarcal porque la esfera de la acumulación necesita de una dimensión invisibilizada de cuidados feminizados. Hay una comprensión binarista y heteronormativa de las esferas producción/reproducción: la reproducción queda feminizada y leída como una esfera que no tiene sentido en sí misma sino por servir a la producción (como el sentido de ser de las mujeres es servir a los hombres). Y es heteropatriarcal porque la lógica de acumulación refleja los valores asociados a la masculinidad blanca: 4ltius, citius, fortius. Más alto, más lejos, más fuerte. Hay un menosprecio intrínseco al sostenimiento de la vida, leída como una labor feminizada que no deja huella. La vida ha de someterse a un valor superior: progreso, civilización, crecimiento. Entendiendo que la masculinidad es un estatus que se consigue como conquista, SEGATO (2017, p. 16) habla del “mandato de la masculinidad como primera y permanente pedagogía de expropiación de valor y consiguiente dominación”; la lógica de acumulación de capital refleja claramente esa masculinidad hegemónica.
Afirmar que existe un conflicto capital-vida no significa afirmar que todos los ataques a la vida revistan la misma gravedad. Tampoco significa hablar de el capital como un ente abstracto. El capital tiene rostro: el del sujeto privilegiado de la modernidad, el hombre blanco, burgués, urbano, heterosexual, sin diversidad funcional. Es el sujeto que se sitúa en la cúspide de la intersección de ejes de privilegio/opresión que conforman esta cosa escandalosa. Podemos entender el capitalismo como un conjunto de instituciones y dinámicas que permite acumular poder y recursos en torno a este sujeto, aquel que detenta el poder corporativo. Es el
sujeto que impone el valor de su vida individual en escisión del resto (que niega sus lazos de inter y ecodependencia). Esta vida individualizada se impone a sí misma como la única plenamente digna de ser sostenida (de que se colmen sus aspiraciones y sentidos de trascendencia) … a costa de la vida del planeta y de la vida común. En el marco de este sistema, las vidas del resto de sujetos reciben ataques de mayor virulencia cuanto más se alejen de ese individuo privilegiado. Hasta el extremo de llegar a aquellas vidas que no valen nada (las que son expulsadas o exterminadas), que valen más muertas que vivas (por ejemplo, comunidades expulsadas) o que solo valen destruidas (como aquellos cuerpos sobre los que se inscribe el mensaje del poder corporativo blanco y masculino: “el dominio de la vida lo tengo yo, no lo olvidéis”).
Al hablar del conflicto capital-vida no estamos refiriéndonos a algún tipo de vida pura, inmaculada, que flota en el vacío y que el capital ensucia. La vida no es en sí misma, sino que construimos cierta idea de lo que es estar viva (o vivx), de cuáles son las vidas que importan y qué hace que una vida sea significativa, tenga valor, merezca la pena (o la alegría) de ser vivida.
En esta cosa escandalosa se impone una idea de la vida que es en sí misma tóxica y autodestructiva: un ideal de autosuficiencia en el que se niega la vulnerabilidad y se entiende que la vida no depende de nada ni nadie, no está marcada ni tiene un cuerpo reconocible detrás. En clases de economía utilizan la figura mítica de Robinson Crusoe para representar a ese sujeto heroico del desarrollo, aquel descubridor que tiene toda una tierra ignota a explorar, a conquistar, a dominar, para generar civilización, crecimiento, progreso… él solo. Desde perspectivas críticas, aseguramos que esta metáfora no es en absoluto inocente: muestra el cuerpo oculto. Lo que esta cosa escandalosa nos impone como plenamente humano, la vida plenamente viva es la de la masculinidad blanca, el resto de vidas son un poco menos humanas: las mujeres como cuerpos sexuados y marcados por lo reproductivo, los sujetos racializados. Ese Robinson Crusoe pretende una ficción de autosuficiencia que solo es alcanzable en base a ocultar todo aquello que lo sostiene y al despojo que hace de aquellas vidas que valen menos, que valen solo para ponerse al servicio de la suya.
Esta lógica de acumulación, tóxica, perversa, articulada en el marco de un heteropatriarcado (neo)colonial, se expande globalmente en un doble sentido
geográfico (colonizando nuevos territorios) y de ampliación de la frontera de la mercancía (mercantilizando todo lo vivo). Va convirtiendo los medios de reproducción de la vida en medios de producción de capital, expropiando los comunes (por ejemplo, con el acaparamiento de tierras o la privatización de servicios públicos).
El proceso de acumulación, que se da en el ámbito de los mercados, tiene contracaras. Cuando menos, podemos nombrar dos. Por un lado, los despojos: las vidas que sobran, que no son rentables ni como mano de obra, ni como consumidoras, ni como deudoras. Estas vidas son constantemente expulsadas hacia las periferias del escenario de la acumulación (las periferias de las ciudades, las periferias del planeta). La violencia de este proceso de expulsión se acrecienta en este momento donde la lógica de acumulación se ha expandido globalmente.
La otra cara oculta y a la que más atención ha prestado el feminismo son los cuidados. Afirmar que el conflicto capital-vida es estructural e irresoluble significa afirmar que no hay estructuras colectivas con capacidad de anularlo (el estado del bienestar tiene capacidad para modular la intensidad del conflicto, sí, pero no para resolverlo). Por tanto, como conjunto social, hay que optar por garantizar uno de los dos procesos. Por definición, en el capitalismo el proceso asegurado es el de acumulación; los mercados capitalistas están en el epicentro de la estructura socioeconómica. Y por eso afirmamos que en el capitalismo ni existe ni puede existir una responsabilidad común en sostener la vida (esta responsabilidad responde al proceso que está en oposición a la vida).
La pregunta es, entonces, cómo sale la vida atacada adelante, quién se responsabiliza de ella. Y aquí hablamos de los cuidados. Quizá cuidados no sea la palabra adecuada. Al usarla en diferentes contextos nos podemos estar refiriendo a asuntos sumamente distintos. Cuando menos, necesitaríamos distinguir, por un lado, los cuidados como aquellas actividades que se realizan para hacerse cargo de la vulnerabilidad de la vida, desde el reconocimiento de la interdependencia y la ecodependencia. Estos son los cuidados que querríamos que existieran, y los que pueden ser practicados por sujetos o redes en rebeldía con el capitalismo. Por otro lado, están los malos-cuidados que fomenta esta cosa escandalosa. En su avance, va
asentando esta forma de mal-cuidar a costa de otras formas de cuidado más colectivas, en red, comunitarias, emancipatorias. Va imponiendo los malos-cuidados como la contracara del trabajo asalariado.
Estos malos-cuidados son las actividades residuales del capitalismo heteropatriarcal colonialista que asumen tres funciones. Primero, cierran el ciclo económico, en el sentido de proveer todo lo demás necesario para que la vida continúe y que no puede adquirirse con el salario (ni comprándolo en el mercado usando el salario directo, ni accediendo a ello como servicio público a través del salario indirecto). Segundo, los malos-cuidados sanan (o intentan sanar) la vida de los ataques del capital: regeneran el bienestar, recobran las fuerzas, la alegría, la salud. Tercero, garantizan que el capital disponga de mano de obra plenamente disponible y flexible para las necesidades de la empresa, proveen esa mano de obra que tiene todas sus necesidades resueltas y no tiene responsabilidades sobre la vida ajena que condicionen su inserción mercantil.
Y hacen todo lo anterior bajo tres condiciones. Están privatizados, metidos en la esfera de lo privado-doméstico, en los hogares heteropatriarcales, y no en la esfera de lo público ni de lo común. Segundo, están feminizados, porque la gran mayoría de estos cuidados es realizada por las mujeres, cuestión que captamos con la idea de división sexual del trabajo. Y porque la identidad femenina se construye en torno a una ética reaccionaria del cuidado: una ética mariana, de la inmolación y del sacrificio, donde el sentido vital propio se adquiere dando la vida propia por la vida ajena. Esta es una de las caras ocultas del individualismo, la autosuficiencia y la competitividad. Para que unos sujetos puedan jugar a ser autosuficientes e individualistas en los mercados, otros sujetos cubren sus carencias, hacen todo lo que ellos no hacen. En tercer y último lugar, están invisibilizados: carecemos de herramientas para captarlos (sin datos ni nombres), de regulación colectiva de las condiciones laborales (descansos, cualificaciones, riesgos…), de compensación que dé autonomía vital (remuneración o derechos)… Pero, sobre todo, son invisibles porque realizar estos trabajos no genera ciudadanía económica y política, y porque desde ellos no nos reconocemos como sujetos de derechos ni sujetos políticos que cuestionan desde ahí el conjunto del sistema. Son invisibles en el sentido de carecer de poder para denunciar el conflicto básico que absorben. Para vivir en un sistema donde la vida misma está atacada, es clave no ver el conflicto. Y, para no verlo, son necesarias
esferas económicas y trabajos subalternos. De esto se encargan el heteropatriarcado y el racismo, dando lugar a ese carácter feminizado y racializado de los malos- cuidados. No son invisibles, están invisibilizados.
Por todo ello, desde el feminismo utilizamos la metáfora del iceberg para describir el capitalismo heteropatriarcal (neo)colonial. Cuando decimos que la acumulación de capital tiene lugar en la parte visible, nos referimos a que tiene el poder para imponer sus ritmos e intereses; que el sujeto que domina este proceso impone su propia vida a costa de la vida del resto. Por otro lado, hay una dimensión invisibilizada en el sentido de que los sujetos que la habitan y los trabajos que la conforman no tienen poder para definir el funcionamiento del conjunto, ni siquiera para politizar su malestar.
Identificar el conflicto capital-vida es fundamental para afrontar el momento actual. La crisis multidimensional y acumulada está derivando en una crisis de reproducción social global, que golpea a todos los lugares, aunque con distinta intensidad, en un proceso de periferización del centro. Más aún, podemos leerla como la crisis del proyecto civilizatorio de esa cosa escandalosa, que muestra a las claras su carácter biocida. Esta quiebra profunda se da a la par que la crisis ecológica nos ha llevado a una situación de colapso. El decrecimiento material es ya un hecho inevitable, no una opción. Como conjunto, vamos a vivir con menos uso de materiales y energía, simplemente, porque no hay. La pregunta es cómo vamos a distribuir ese decrecimiento, quién va a decrecer. En esta situación de transición la pregunta no es si queremos que el mundo cambie, porque ya está cambiando, sino si vamos a hacernos responsables de ese cambio.
Si no nos hacemos responsables de la transición, esta se va a guiar por las fuerzas hegemónicas. Esta cosa escandalosa tiene un proyecto de rearticulación para el siglo XXI, que combina elementos de continuidad y de cambio. En línea clara de continuidad, plantea la mercantilización global, con el repunte del (neo)extractivismo y el acaparamiento de tierras, la consolidación de nichos de negocio antes impensados (como las bioeconomías, en general, y las bioeconomías de la reproducción, en concreto; o la inteligencia artificial y las nuevas tecnologías de la
comunicación). Al mismo tiempo, amputa las (escasas) capacidades de las instituciones públicas para mediar en el conflicto: las vacía de contenido y/o las pone directamente a su servicio (avanzando hacia el estado-corporativo). Todo esto queda claramente reflejado en la nueva oleada de tratados de comercio e inversión que está negociándose.
Sin embargo, este proyecto tiene también elementos de ruptura. Esta cosa escandalosa tiene dos formas de imponerse: la seducción y la violencia. Lo que desde el feminismo se ha denominado el “neoliberalismo de colores” nos prometía un juego en el que todos ganan con la expansión global del capital: era posible compaginarla con el logro de los sueños de éxito individuales (de cada país, de cada persona), con el respeto de derechos civiles y políticos, con la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, con dar cabida a la diversidad sexual racial, cultural… Eran cantos de sirena del empoderamiento, del ejercicio de la diversidad mediante el consumo.
Pero hoy las máscaras se han caído; se ha hecho evidente que en este mundo no cabemos todxs, que el éxito de algunos se da a costa del despojo de otrxs. Esto es lo que reconocen discursos abiertamente racistas y heteropatriarcales. ¿Cuál es su solución? Si no cabemos, expulsemos al otro. Y, para quedarte dentro, debes quedarte en tu sitio, según una estricta jerarquía racial y de género. Este discurso usa la violencia para expulsar y para ordenar. Estamos ante un momento de rearticulación violenta del sistema. Observamos con claridad un proceso de militarización de los territorios. Pasamos a hablar de estados securitarios y de narcoestados. Afrontamos un “capitalismo gore” (AGUINAGA ET AL., 2017, p. 3).
He ahí la urgencia: si aquí no cabemos, precisamos hacernos cargo de la transición para poder llevarla hacia un horizonte donde sí quepamos todas, todos, todes; hacia un futuro de buenos convivires que se arraiguen en un planeta vivo. Y, para ello, es una labor crítica la construcción de lo común. Silvia L. Gil (2011) nos habla de la urgencia de construir lo común como punto de partida y como punto de llegada.
Como punto de partida, un elemento fundamental es, precisamente, identificar el conflicto capital-vida. Este es un problema común, gravísimo, que tenemos todas y todos como conjunto vivo, pero que nos afecta de manera radicalmente desigual según la posición que ocupemos. Es un conflicto que nos abre margen para ejercer privilegios a muchas y, sobre todo, a muchos; nos genera pequeños o grandes
espacios a través de los cuales ejercer la opresión: sea el ejercicio del poder blanco en el marco del racismo institucional y cotidiano, sea el ejercicio del poder heteropatriarcal en la calle o en la casa, sea el expolio desde las ciudades hacia lo rural. Por eso, la construcción de lo común de partida pasa por enfrentar las desigualdades en la manera en que se expresa y se encarna ese conflicto en cada vida concreta, y por asumir la responsabilidad por el lugar que ocupamos cada quien.
Y lo común como punto de llegada nos habla de preguntarnos por cuál puede ser nuestra utopía compartida. Aquella que no actúe como una receta cerrada, sino como un destino posible que nos ayude a definir los pasos. Necesitamos discutir cuál puede ser nuestro horizonte compartido de buenos convivires, entendiendo que solo serán si son en armonía con la tierra (y las aguas, y el aire…), si son para todxs (porque, si son a costa del resto, no son buen vivir) y si dan cabida a la diversidad de formas de ser y estar en el mundo (porque cada vida es irrepetible). Un buen convivir cuyo cuidado se asuma como responsabilidad compartida. Un cuidado que podamos realizar usando los medios de reproducción de la vida en común. Un buen convivir sobre el que tengamos soberanía individual y colectiva. Un buen convivir arraigado en el territorio cuerpo-tierra.
Este horizonte, que nombramos aún con palabras grandes que necesitan ir aterrizándose, sabemos que, sí o sí, va en línea opuesta al modelo que se impone hoy. Por eso, desde el Norte global, en ocasiones lo llamamos decrecimiento: exige destronar a la lógica del crecimiento y la acumulación como el eje vertebrador de nuestros mundos. En todo caso, las etiquetas no son lo relevante. Podemos llamarlo de cualquier otra manera.
En este camino, el diálogo horizontal entre miradas críticas, en contagio mutuo, es imprescindible. Y una de las miradas que debe estar es la del feminismo. Entre otros asuntos, los feminismos son fundamentales para ver el papel que juega la violencia machista en la rearticulación de la cosa escandalosa. El avance (neo)extractivista está persiguiendo de manera particularmente violenta a las mujeres en resistencia al mismo tiempo que aumentan los feminicidios. Hay compañeras que hablan de feminicidios corporativos y de femicidios territoriales. ¿Cómo se vinculan violencia heteropatriarcal y violencia corporativa/extractiva? ¿Por qué ese ensañamiento? ¿Es una violencia instrumental que se dirige contra las mujeres porque ellas son más activas en la resistencia (porque valoran más la tierra en su
vínculo con la vida) y porque ellas están en el centro del sostenimiento de sus comunidades (destruirlas a ellas genera una mayor onda expansiva)? ¿Es una violencia expresiva (destruir el cuerpo de las mujeres es la primera forma de mandar el mensaje “aquí lo que se domina es la vida, y la domino yo”)?
Los feminismos nos muestran más cosas. Nos ayudan a ver el papel de los cuidados cotidianos: el de los malos-cuidados que sostienen el sistema y el de los cuidados emancipatorios que lo minan. Los feminismos nos enseñan que, sin deshacer el género, no podemos luchar contra el capitalismo: hay que desprenderse de esa quimera tóxica de la autosuficiencia de la masculinidad blanca, y de esa ética reaccionaria del cuidado de la feminidad hegemónica.
Nos insisten en que la lucha es sobre y desde la vida. No luchamos (solo) como mano de obra explotada, emprendedoras endeudadas o consumidoras insatisfechas. Luchamos como vidas que nos reivindicamos dignas de ser vividas y sostenidas, vidas hoy día atacadas que quieren poner su cuidado (su autocuidado y su cuidado mutuo) en el centro. Luchar desde la vida nos permite democratizar la lucha. Todas podemos luchar, no solo las trabajadoras de tal o cual sector. Y nos permite articular luchas más sostenibles, porque la apuesta es mejorar la vida desde ya, no sacrificar la vida hoy por un supuesto bien mayor futuro.
Los feminismos nos enseñan también que la lucha prioritaria es desde las esferas invisibilizadas, aquellas donde se absorbe con mayor dureza el conflicto capital-vida y desde las cuales hasta ahora no hemos hecho política (o cuyos intentos de hacer política hemos taponado, menospreciado). Luchas como las de las mujeres campesinas o las trabajadoras remuneradas de hogar nos ponen sobre la mesa no solo lo que el capital no quiere ver, sino lo que otras muchas, otros muchos, tampoco queremos ver para seguir ejerciendo nuestra (más pequeña o más grande) parcela de privilegio.
Los feminismos del Norte global tenemos que hacer un ejercicio de fuerte revisión, una práctica de descentramiento, de mirarnos desde otros ojos y reconocer la rearticulación cotidiana y estructural de privilegios sobre la que nos sustentamos. Es quizá momento de que la economía feminista del Norte global calle mucho más y escuche mucho más.
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